Universitarios condenados a lavar platos en Estados Unidos

Obtienen títulos universitarios con los mejores promedios de Estados Unidos, pero están condenados a trabajar lavando platos: son los estudiantes indocumentados, hijos de inmigrantes ilegales que salen de las sombras para reclamar el derecho a ejercer su profesión.

Es el caso de Iván Ceja, un hijo de mexicanos que tuvo “la mala suerte” de haber nacido nueve meses antes de que su madre entrara al país tras una larga caminata por el desierto.

Ahora Iván tiene 20 años y estudia en una universidad en California, donde espera graduarse en ingeniería biomédica. Pero como no tiene “número de seguro social”, la tarjeta de identificación nacional, debe financiarse sus estudios sin la ayuda de una beca y luego no podrá cobrar un sueldo legalmente.

“Muchos trabajan donde pueden, como yo que trabajo en la construcción (…) Conozco egresados de maestría que trabajan en restaurantes o en lo que pueden agarrar”, dice Iván con su camiseta roja de “dreamer” (soñador), una red de estudiantes indocumentados que han “salido de las sombras” -como él dice- para impulsar una reforma migratoria que los incluya.

“Años atrás uno tenía miedo, mucho miedo, mis padres nunca hubieran dicho que eran indocumentados”, afirma, confiado en que las cosas han cambiado y no será deportado mientras no cometa un crimen.

La verdad es que al exponerse de esta manera, los jóvenes indocumentados “corren un gran riesgo”, dice el profesor William Pérez, especialista en Educación e Inmigración de la Universidad Claremont de California.

Pero al tiempo “se sienten protegidos por la importancia del voto de los hispanos”, la primera minoría en Estados Unidos con 50,5 millones de personas, si bien entre los “dreamers” figuran jóvenes de todas partes del mundo.

“Antes muchos estudiantes se sentían inferiores, hasta que empezaron a pelear por sus derechos y decir ‘¿Sabes qué? Yo soy indocumentado’”, dice Iván en la oficina de los “dreamers” de la Universidad de California (UCLA) en el centro de Los Angeles.

Los “dreamers” apoyan un proyecto de ley conocido como “Dream Act” o Ley del Sueño, que proporcionaría estatus migratorio condicional a las personas que llegaron al país antes de cumplir 16 años y estudien o ingresen al Ejército. Pero la ley fracasó en diciembre pasado en el Congreso, donde también han quedado paralizados otros intentos de reforma migratoria.

No obstante, la semana pasada el gobierno de California aprobó una porción local de la Ley del Sueño, que permitirá a los estudiantes obtener becas privadas. Para recibir becas públicas tendrán que esperar a que se apruebe la otra porción de la ley estatal.

Los detractores de esta medida la ven como una amenaza para los bolsillos de los contribuyentes, quienes tendrían que financiar las becas de miles de jóvenes cuyos padres llegaron al país ilegalmente.

De acuerdo con un estudio del Instituto de Política Migratoria, hay 2,1 millones de jóvenes (16 a 34 años) indocumentados en Estados Unidos (26% de ellos en California) y cada año, 65.000 de ellos se gradúan en un centro de educación superior en el país (25.000 en California).

A quienes cuestionan la Ley del Sueño, el profesor Pérez responde con una investigación que dirigió sobre 300 estudiantes indocumentados de todo el país: más del 75% tenía una posición de liderazgo en su comunidad y su promedio de notas fue de 3,3 en una escala en la que 4 es la mejor calificación.

Son los estudiantes “más destacados en sus escuelas, tienen notas muy altas”, afirma Pérez, para quien el costo para el Estado sería mejor a largo plazo si ayudara a los estudiantes a continuar sus estudios.

“Es una gran pérdida de talento para la sociedad americana”, lamenta el académico sobre la situación de estos jóvenes que crecieron como estadounidenses, muchas veces ni siquiera hablan el idioma de su país natal y en su mayoría no conocían su situación migratoria hasta que llegó la hora de entrar a la universidad.

El resultado es que miles de estudiantes egresan cada año de las universidades sin poder ejercer su profesión, muchos abandonan la carrera en el camino y otros muchos “terminan haciendo lo mismo que hacían sus padres: lavar los platos”, dice el académico, él mismo un inmigrante salvadoreño.

Afp

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